Nuestro No-Amor

Couple holding hands and flowerSí, tal como Alicia tiene su no-cumpleaños, así tenemos tú y yo esta relación que recibe gustosa cualquier etiqueta, excepto la del amor.
Y mira que cualquiera podría equivocarse si nos ve en la calle comiendo helados. O en el cine, con las manos entrelazadas. Cualquiera diría que somos novios cuando nos besamos en el carro o nos enviamos un mensaje de buenas noches…
La verdad, mi querido no-novio, es que estamos tan desesperadamente solos que hemos hecho un pacto de jugar a querernos. Y en ese juego que no entrega mucho, nos conformamos con lo que nos hace sentir sólo un poco bien, mientras termina de llegar lo que nos llenará plenamente. Si es que llega…
Tú y yo nos sentamos a almorzar en un restaurante italiano para discutir de política y contarnos las últimas noticias, pero no hablamos de nuestras familias ni de lo que cada quien guarda en el pecho. Todo se queda en una capa superficial que es mejor no romper.
Si ese almuerzo empieza a sentir cosquillas, entonces quizás pasemos la noche juntos. Y será una noche intensa y hasta bonita, pero ya sabes que al día siguiente cada quien querrá su espacio y nuestro No-Amor volverá a encontrar su definición.
Ni tú ni yo sentimos el ardor de hacer la pregunta ingenua: “¿Me quieres?” porque a pesar de que tus besos y mis abrazos se sienten tan bien, hemos echado a volar un aire de desprendimiento tan denso que ninguno necesita pensar la respuesta.
Yo ya sé que nunca voy a llegar a amarte y sé también que tú tampoco quieres recorrer ese camino. Pero luego de más de tres años de vivir este No-Amor, me pregunto si es hora de terminar el pacto o – peor aún – de entender que no voy a obtener más de la vida que esta bizarra relación.
Y en ese caso, más vale que siga jugando a quererte para que no te vayas…

Mi propia película

Definitvamente soy yo la que se inventa conexiones especiales y brillos en los ojos…
Todo pasa en mi cabeza. Nunca en la vida real. Nunca en la cabeza del otro.
Siempre soy yo la que se produce toda una película romántica alrededor de una copa de vino y una pizza mal servida.
Soy yo la que piensa en él al llegar al aeropuerto. La que le escribe mensajes a miles de kilómetros  y  siente en la piel que está bien cerquita. Soy yo la única que se ilusionó pensando que él quería tocarme y darme un beso.
Sí, soy la tonta que cree que sentarse a hablar de su vida y de la mía, de familias, gustos, futuro, profundidades y descalabros…  significa algo. La que no ha entendido a Borges cuando dice que los “besos no son contratos ni los regalos promesas”.
Una vez más, mi yo terrenal apaga el proyector de esta película barata que me he inventado, pone los dos pies en el pavimento… y comprueba que nada de eso significó un carajo.

No insistas en lo que hace daño

Aunque te duela el corazón, aunque el alma se te caiga a los pies… tú en el fondo tienes la suficiente entereza para saber que esto te hace daño. Sabes que no hay forma de engañarte a ti misma. Sabes que aunque los besos llenen espacios importantes, no hay labios que justifiquen burlar tus propios estándares.

Reconócete en el espejo y deja de mentirte.  Deja de mirar sus ojos verdes y mira los tuyos propios: oscuros, brillantes y sabios. Incapaces de devolverte un reflejo que no sea profundo y sincero.
Mírate los pies y date cuenta de que te llevan a donde tú ordenes. Te han traído hasta aquí, hasta donde orgullosamente estás parada. No te caigas, no te dejes tambalear. No te entregues por un plato de lentejas que ni siquiera está bien preparado.

Mira tus fotos, mira tu historia. Esa donde has sido feliz sintiéndote segura de ti misma y donde has respetado tus valores.  Y no me digas que es un sermón aburrido. Confiesa que no te sientes bien contigo misma y que incluso esta pálida reprimenda tiene razón.
Se trata de ver el peligro y alejarse de él.   No insistas. Ya tuviste tu cuota de adrenalina y la disfrutaste, pero tanto químico está intoxicándote el corazón.

Abre los brazos, cierra los ojos y llénate de fuerza para poner tu cabeza otra vez en su sitio. Recuerda que relajarse es fácil, dormirse en la piel de otro es cómodo…    pero la verdadera personalidad está en decir basta y volver al cauce, ese donde rigen tus esquemas y se respiran aires de bien.
No insistas. Hace daño.

Nunca fueron buenas

Esta es la segunda parte de una historia que quizás debió quedarse sólo en una primera entrega. Ambos episodios tienen como escenario la ciudad luz, la que todo el mundo reconoce como la más romántica del planeta. Lo que nadie dice es que –  así como hay romance – hay finales que le dejan a uno el corazón vacío.

Dos años y medio que no lo veía. Dos años y medio desde que entré a su cuarto para sentirlo por todas partes.  Para oler su cuello y sentir su barba suavecita entre mis piernas.  Para bailar desnudos al ritmo de las luces de la ventana, esa que muestra la belleza del Sagrado Corazón y la Torre Eiffel en un mismo cuadro.

Tengo que confesar que fue muy difícil hablarle después de todo este tiempo; tratar de establecer una conversación coherente casi dolía en los huesos…  La única frase que podía conectarme el cerebro y las venas  era “Te quiero, ¿no te das cuenta?” pero ni eso me atreví a decir. Cobarde, sí.

Viajar 8 mil kilómetros y no decir lo que uno arde por decir puede costar la paz interna por  mucho tiempo.  Tanto, que estoy aquí, meses después, reviviendo esa cobardía irreversible en estas líneas.

En mi defensa, puedo decir que me quedé callada porque su discurso siempre estuvo enfocado en una tercera persona. Sí, esa nueva mujer que parece estar diseñada perfectamente para mostrarle la felicidad, esa nueva figura que le regala ganas de rendirse al amor otra vez.

Vaya, lo dice con tanta emoción que casi me siento bien por él. Si no lo quisiera tanto, quizás hasta le preguntaría  por qué COÑO DE LA MADRE me habla de ella y su perfección. Pero no, me callo y sonrío como quien ya superó toda la historia y ahora se alegra por el bienestar del prójimo.  Cobarde otra vez, sí.

También coquetea conmigo. Me toca, me mira. No mucho, sólo lo suficiente para no sentirse culpable. Evoca momentos de pasión entre los dos y me pregunta qué haríamos si estuviéramos en Caracas…   Yo ya no sé ni qué decir.  Siento una vez más que si abro la compuerta, se desbordará el río y sólo atino a decirle una que otra frase pícara como quien quiere jugar un rato sin que el corazón intervenga. Mentirosa, sí.

Y ya al caer la noche, caminamos juntos al metro, sabiendo que cada quien tiene caminos distintos. Él va a tomar el tren número  20 hacia ella y yo voy a tomar el número 4 hacia nadie.

El momento de la despedida siempre es incierto, ¿verdad? Uno no sabe si besar en la boca… o irse con la frente en alto, destruido por dentro, pero digno. Al final, después de un breve debate conmigo misma, tomo su mano y la beso con la misma devoción con la que le hice el amor en su cuarto aquella tarde del 2008.  Cierro los ojos y el roce de mi boca con ese pedacito de su piel se me antoja sublime, divino.

En ese beso se concentran años de deseo y de cariño. Se concentra también un aire de lamento porque nuestra historia pudo haber sido mucho mejor.  Pero más que todo, se concentra una despedida, un entendimiento mutuo de que lo que fue… ya se terminó.

Pensándolo bien, con ese beso en su mano sí llegué a decirle “Te quiero” y, aunque tarde, por Dios que esta vez sí se dio cuenta…

El hombre incorrecto

.

Amanda trata de olvidarse de su perfeccionismo torturador, pero no puede evitar hacerle una radiografía a su amante de turno y escribir una lista de defectos: habla mal, escribe peor, no sabe de vinos y lleva zapatos baratos.
En pocas palabras, este nuevo hombre es uno de esos amantes de closet que Amanda jamás le presentará a sus amigas y nunca, óigase bien, NUNCA traerá a la casa de sus padres.

Pero Amanda, en secreto, guarda esa terrible lista en el bolsillo escondido de su cartera y se encierra en un hotel a disfrutar de las mieles de la compañía. Mala quizás, pero compañía al fin.

Este hombre que tiene mala dicción le repite todos los días que la quiere mucho; con su escritura rudimentaria le da los buenos días a las 6 de la mañana, justo cuando sabe que Amanda estará despierta. Y a pesar de que no tiene el estilo de cóctel que ella desearía, le hace el amor con una entrega deliciosa, que hace quedar en ridículo a varios hombres con postgrado que han pasado por su cama.

Amanda se empeña en conservar la cabeza en su sitio, diciéndose que es incapaz de enamorarse de este individuo “de baja clase”, pero se escapa toda la tarde de la oficina para abrazarlo como novia soñadora.
En la noche, asiste a una conferencia con los mejores empresarios del país y se da cuenta de que nunca podrá traer a ese nuevo personaje a un evento como ese. Pero en dos minutos, pierde el hilo de la reunión porque todavía tiene el maravilloso olor de él en las manos.

Amanda se cuestiona, se censura, se autoflagela con corrientazos de conciencia. Se pregunta si está tan rematadamente sola que ha llegado al punto de enredarse con cualquiera. Quizás.

No quiere pensar otra vez en aquel modelo de hombre ideal, porque ya está más que comprobado que no existe, pero se pregunta si al menos hay alguien con quien pudiera caminar de la mano sin vergüenza. Alguien con quien poder hablar del Museo de Arte Moderno de Nueva York o de la próxima cosecha de Beaujolais, sin sentirse una ridícula aristócrata.

Lo único que puede hacer Amanda, por ahora, es consolarse con una frase burlesca que sus amigas suelen decir en estas ocasiones: “Disfruta del hombre incorrecto hasta que llegue el correcto”.

Control Freak

Aquí en este país donde estoy ahora tienen esa curiosa expresión que siempre me ha parecido interesante: Control Freak. Podría traducirse como “Alguien que no soporta no tener el control de todo” o quizás “Loco por el control”… o en mi caso, loca por controlarlo todo y si no lo controlo todo, más loca aún.

Esta expresión me viene a la cabeza porque hacía tiempo que no me sentía tan derrotada por no tener el absoluto control de mi vida. Del lado profesional, no hay problema, brillar es mi especialidad. Del lado personal, perder la perspectiva es mi norte (¿y dónde queda el norte?).

Sí, soy una control freak. Vaya que lo soy. No soporto la idea de no poder tener control absoluto de lo que me afecta directamente… y justamente en esa sección de la vida entra él. Él que me da un beso perfecto y luego desaparece. Él que me hace reír como no reía en los últimos seis meses y luego me deja esta cara de desconcierto. Él que me abraza y me hace ver las cosas absolutamente claras, para luego alejarse y darle un nuevo nivel a la palabra confusión.

Si fuese una cuestión de trabajo, de estudios, de realización… me quedaría a dar la batalla. Me quedaría a poner todas mis energías y lograr el objetivo, porque tengo absoluta confianza en el único soldado que no me va a fallar nunca: yo misma.

Pero quedarse en una batalla de romance, donde las cosas no dependen sólo de mí sino de alguien más, es demasiada incertidumbre. Es poner el cien por ciento de mis fuerzas y aún así, saber que sólo voy a lograr el cincuenta por ciento de lo requerido. La otra mitad depende de una segunda persona y yo no puedo sentarme a esperar que ponga todo el empeño que estoy poniendo yo. No tengo tiempo ni estómago para poner mi felicidad en sus manos.

Yo me retiro. Es lo único que puedo hacer, lo único que sé hacer en estos casos.
Gracias por todo.

Si yo fuera hombre y él mujer…

Una vez más siento que soy la protagonista de la película Amélie.

Esta tarde pasaron todas esas cosas que se ven en las películas románticas de domingo por la tarde: me eché el vaso de refresco encima, fingí revisar los mensajes del celular mientras lo veía de reojo y sí, creo que también salieron estrellitas de alguna parte mientras lo escuchaba hablar.

De alguna forma, empecé a describir al hombre con el que quisiera compartir una vida en pareja, aquél con quien podría formar un equipo enamorado luchando en conjunto. Y mira como son las palabras que uno no piensa, que al final dicen exactamente lo que se está pensando: empecé a describirlo a él. A él, que estaba enfrente, escuchando y asintiendo. Identificándose, seguramente, pero sin decir ni pío.

Si yo fuera hombre y él mujer, sin duda le habría traído un anillo de diamantes y torpemente se lo habría puesto en el dedo, para hacerle llorar de emoción y arrancarle un sí comprometido. Creo que es la única vez en la vida que esta idea me ha pasado por la cabeza, la única vez que he querido proponerle matrimonio a alguien. Sin haberle dado nunca un beso, sin haber compartido con él más que un par de horas de calidad. Sin conocer a su familia, sin saber si le huelen mal los pies, o si deja pelos en el jabón, o si es buen amante o un machista aburrido.

No me importa un carajo. Si yo fuera hombre, me habría arrodillado y le habría pedido, besándole la mano, que se casara conmigo.
Si yo fuera hombre y él mujer, al ver mi anillo pegaría un grito, me abrazaría y se casaría conmigo mañana. Pero siendo al revés, lo más probable es que me tomara por loca. Yo no sería una chica perdidamente enamorada, no, sería simplemente “otra mujer desesperada” que está agotando todos los recursos. Qué injusta es la vida.

Y como siempre, él tenía algo que hacer: una cena, una tía, una excusa para salir corriendo y no darme mucho tiempo de hablar, no fuera a ser que se me aflojaran de verdad las tuercas del cerebro y le dijera que es el único hombre con quien yo quisiera intentarlo.
Ya él lo sabe, pero no me deja decirlo. Le da miedo darse por enterado. Y a mí me da miedo darme por estúpida, así que nos quedamos callados los dos.

Finalmente, nos despedimos. Y sinceramente, siento alivio. Ya no tengo que arrodillarme ni entregar anillos ni decir ridiculeces en nombre del amor. Sólo hay un pequeño problema: mi conciencia me está cayendo a golpes al repetirme “¿Y por qué COÑOOOOOO no le dijiste nada, cobarde?”

Salgo a caminar por las calles, a ver tiendas, a respirar en paz, a ver si el nudo de tristeza que tengo en la garganta se me baja al estómago y en vez de llorar, me da por hacer pipí. Esa sería una forma original de llorar en privado y sacarme toda la tristeza en una sentada. Pero no, ya siento que se me desbordan los pesares por la nariz, que se me hace una lagunita en los ojos.

Cual damisela de telenovela, con el “te quiero” atravesado en los pulmones y llorando frente a una zapatería con el maquillaje chorreado, me doy cuenta de algo: no habría podido entregarle un anillo de compromiso, porque jamás había sido tan condenadamente MUJER en toda mi vida.

Cuando una mujer ama…

Marisela se queda desvelada con los ronquidos de su novio, pero sonríe porque siente la entrañable presencia masculina en su cama…

Hilda tiene 20 años más que Diego pero lo ama como si tuvieran 15 y 17…

Sara ha superado las barreras del idioma y la cultura para unirse por siempre a un extranjero. Ningún coterráneo pudo hacerla tan feliz…

Victoria, la ejecutiva, está tan enamorada de Álvaro que grita a viva voz sus ganas inmensas de “jugar a la esposa”. Nadie puede creer que ahora esté planchando camisas y horneando pasteles.

Elsa tiene 50 años viviendo con Marcos y todavía le dice «Vida mía”…

Julia quedó prendada de un beso que nunca fue y que sigue deseando. Es la historia de amor inexistente más intensa que yo haya visto…

María se sienta a arreglarle los pies a Claudio; un amor de cortaúñas, piedra pómez y ponchera de agua…

Katy tiene 6 meses chateando con Gabriel y siente que es el verdadero amor de su vida. Hacen el amor por el msn y se lanzan besos a través de la webcam. Katy ya no va al cine ni sale con sus amigas, sólo se siente viva frente al monitor…

Diana cierra la puerta de su casa de cuatro pisos y se va a vivir a un cuarto barato con Jorge. La gente le pregunta si está loca y su mamá la quiere matar. Pero Diana podría incluso vivir en un terreno polvoriento de La India sin nada más que la mano de él sobre la suya…

Esther descubre que su esposo ha tenido un hijo con otra mujer… y para sorpresa de todos, poquito a poco se va acercando al niño. Un día le da un beso, otro día le enseña a leer, y ya para Navidad, aprende a amarlo como a los suyos propios…

Andrea está enamorada de un homosexual encantador. Y aunque sabe que es un imposible, sigue guardando una llamita de esperanza de que quizás – sólo quizás – él podría cambiar de preferencia…

Betsabeth tiene diez años amando a un hombre casado; diez años recibiendo siempre un segundo plato que nunca le quita el hambre, pero que le resulta suficiente como para seguir esperando…

Mirla recibe un puñetazo en la cara de su querido Leo, tiene moretones en el ojo, pero se convence de que es algo pasajero, que nunca va a suceder otra vez. A pesar de los consejos de su madre, vuelve con él y le tiene un segundo hijo…

Siempre 24

Ayer te vi de nuevo.
Cada encuentro sólo sirve para confirmar que ya no tenemos nada en común. Me cuesta un mundo creerlo, pero con cada palabra me convenzo más de que dejé de conocerte hace mucho tiempo.
Ya no tengo ni la más remota idea de quién eres, ni de cuáles son tus nuevos gustos o tus proyectos. Ahora te veo como una versión desgastada de ti mismo, me parece que alguien te ha robado la pasión y la sonrisa.

Pero no me voy a concentrar en decir antipatías, sólo vine a confesarte algo que quizás te sorprenda: sueño contigo a cada rato. Pero en mis sueños tienes la misma edad que tenías cuando te conocí, tienes ese aire fresco en el cabello y esa luz en los ojos que desbordaba energía y contagiaba a todo el mundo.
En ese sueño que se repite, bailamos juntos, nos besamos y hablamos de todo un poco. Nos conocemos bien, nos sentimos cerca. Nos amamos…

Y por eso, cada vez que te encuentro, el corazón se me arruga de ver todo lo que perdimos. No sé por qué nunca nos dimos cuenta de cuán especiales éramos juntos.
Me doy cuenta AHORA, que me cuesta tanto encontrar una segunda mitad y que probablemente no la encuentre nunca.
Por eso mi cabeza ha fabricado una forma de seguir viviendo ese episodio maravilloso donde tú tenías 24 años y yo creía ciegamente que pasaríamos 100 años más juntos. Y aunque envejezcas, aunque el cuerpo no te responda como quisieras, en mis sueños siempre serás ese muchacho adorable que me cantaba canciones en el parque.
Allí te quedaste, allí te guardé.

Yo no hablo en semanas

Analía tiene una fijación extrema por la lingüística y siempre se da cuenta de los detalles.
Observa calladita, por ejemplo, que los casados hablan siempre en plural: “Tenemos una casa, nuestro plan es irnos a Madrid en vacaciones”; pero quizás lo que más le llama la atención es que aquellos que esperan hijos (hombres y mujeres) hablan en términos de semanas.

Es como un interruptor que enciende de repente una nueva forma de ver la vida. Ya no son años ni meses, la vida comienza a entenderse en semanas.
Analía tiene que sacar cuentas mentalmente para entender cuando sus amigas le hablan de la formación de las pestañas del feto en la semana veinte y esa calculadora cerebral la lleva inevitablemente a su propia calculadora biológica.

“Treinta y cuatro años y nunca he hablado en semanas” – piensa Analía. Y no lo dice como un lamento, sino como un compromiso que no ha cumplido, un ítem en esa lista de cosas por hacer que algún día se harán. Una cita de la que siempre ha huido, incluso cuando estaba casada y entregada a las mieles del amor.
El porqué tiene un ingrediente absolutamente simple: Miedo. Miedos de todos los colores, de todos los pelajes. Miedo a no saber qué hacer con un hijo, a no tener cómo mantenerlo, a que nazca con algún defecto, con algún retraso. Miedo a no ser buena madre, a no igualar a la propia madre que lo ha hecho siempre tan maravillosamente bien, tan insuperablemente bien. Miedo a no tener tiempo, a no saber cambiar pañales ni hacer comida a la hora, miedo a que crezca y se convierta en un adolescente rebelde de esos que odian a sus madres.
Pero sobre todo, miedo a abandonar su vida propia para pasar a ser “la mamá de… ”.
Miedo a estancarse, a renunciar a los sueños para ocuparse de otro ser humano. Miedo a perderse como mujer, como profesional, como persona.
Este último es el verdadero miedo de Analía.

Alguien con sabiduría de calle y de casa le dijo una vez que, en el momento indicado, el cuerpo iba a pedirle que tuviera un hijo, que esa necesidad iba a venir. Simple y clara.
Pero curiosamente, a Analía no le preocupa la llegada de esa sentencia, le preocupa sentarse a esperarla y no verla aparecer. Nunca ha sentido el deseo profundo de tener un bebé. Sus planes abarcan desde un doctorado en Nueva York hasta un viaje con la ONU a un campamento de refugiados; desde la escritura de un libro hasta un apartamento de ejecutiva con decorado de revista. Pero nunca un hijo.

El cuerpo no termina de pedirle que arrope a un bebé con una cobija tejida por la abuela ni tampoco que le dé compota haciéndole el avioncito.
Analía se mira en el espejo y dice que no tiene instinto maternal. A veces se convence de que hay mujeres que nacen para ser madres y otras no. “Cosas de estadísticas, no tengo la culpa” le repite a la almohada.
Analía mira a su hermana Inés atender a sus sobrinos y cree que es la mejor mamá del mundo. “Quizás ella sacó toda la dulzura de madre que tocaba en la familia…”

Analía no está dispuesta a dejar de viajar ni parar de ser la profesional estrella, es verdad. Pero reconoce que el tiempo no es infinito y en el caso de la maternidad tampoco es relativo. Tiene fecha de vencimiento y ya. Su calculadora biológica también le suelta que si tiene un bebé rápido, cuando ese hijo tenga quince años, ella tendrá cincuenta. Cada año que se tarde la hará más abuela de sus propios hijos.
Duro cálculo ese. Pega en el alma.

A la retahíla de miedos, se suma otro más intenso: ¿Y si su cuerpo le pide un hijo cuando ya sea muy tarde? ¿Y si se decide a tenerlo cuando la fecha de vencimiento esté por cumplirse?
Analía se aturde en números y temores que no la dejan dormir. Da vueltas en la cama sin saber si quiere hablar en semanas o seguir contando años.