
Mi amiga María me lo dijo una vez: “A ti se te va a hacer una costra en el corazón que te va a impedir sentir de nuevo”.
En ese momento me pareció simplemente que estaba exagerando, que quería arrancarme mi recién estrenado espíritu de liberación y encadenarme sumisamente a los vaivenes del amor verdadero. Imposible por aquel momento.
“Aunque se me haga una costra, yo en el amor no creo más. Me voy a dedicar a no tener compromiso con nadie, que se ve más interesante” – respondí desafiante, antipática.
Pero María tenía razón. Vaya, qué clase de profecía. Qué estilo para echarme encima una maldición que yo sólo puedo reconocer ahora, cinco años después.
Antes de hablar con María esa noche, yo ya había llorado bastante aquel huracán de sentimientos que se había llevado todo por delante. Y más envalentonada que segura, decidí que a partir del momento en que dejara de gotearme la nariz, me dedicaría a repartir besos y a conocer camas ajenas, sin meter jamás al corazón en la ecuación.
No fue difícil, siempre había alguien alrededor. Siempre alguien dispuesto, siempre alguien diferente.
Pero hoy, cinco años después, me toco el pecho y ciertamente… se siente algo duro. Me doy cuenta de que no me importa regar besos por el mundo y levantarme con la conciencia tranquila, que ya no me interesa la dulzura de “la mañana siguiente”, o peor aún, me da igual si llamó o no llamó.
Creo que María tenía razón: la costra se me ha ido aferrando al corazón durante este tiempo y no se ve a nadie en el horizonte que merezca arrancarla.
Y cada día se hace más grande…