Nunca fueron buenas

Esta es la segunda parte de una historia que quizás debió quedarse sólo en una primera entrega. Ambos episodios tienen como escenario la ciudad luz, la que todo el mundo reconoce como la más romántica del planeta. Lo que nadie dice es que –  así como hay romance – hay finales que le dejan a uno el corazón vacío.

Dos años y medio que no lo veía. Dos años y medio desde que entré a su cuarto para sentirlo por todas partes.  Para oler su cuello y sentir su barba suavecita entre mis piernas.  Para bailar desnudos al ritmo de las luces de la ventana, esa que muestra la belleza del Sagrado Corazón y la Torre Eiffel en un mismo cuadro.

Tengo que confesar que fue muy difícil hablarle después de todo este tiempo; tratar de establecer una conversación coherente casi dolía en los huesos…  La única frase que podía conectarme el cerebro y las venas  era “Te quiero, ¿no te das cuenta?” pero ni eso me atreví a decir. Cobarde, sí.

Viajar 8 mil kilómetros y no decir lo que uno arde por decir puede costar la paz interna por  mucho tiempo.  Tanto, que estoy aquí, meses después, reviviendo esa cobardía irreversible en estas líneas.

En mi defensa, puedo decir que me quedé callada porque su discurso siempre estuvo enfocado en una tercera persona. Sí, esa nueva mujer que parece estar diseñada perfectamente para mostrarle la felicidad, esa nueva figura que le regala ganas de rendirse al amor otra vez.

Vaya, lo dice con tanta emoción que casi me siento bien por él. Si no lo quisiera tanto, quizás hasta le preguntaría  por qué COÑO DE LA MADRE me habla de ella y su perfección. Pero no, me callo y sonrío como quien ya superó toda la historia y ahora se alegra por el bienestar del prójimo.  Cobarde otra vez, sí.

También coquetea conmigo. Me toca, me mira. No mucho, sólo lo suficiente para no sentirse culpable. Evoca momentos de pasión entre los dos y me pregunta qué haríamos si estuviéramos en Caracas…   Yo ya no sé ni qué decir.  Siento una vez más que si abro la compuerta, se desbordará el río y sólo atino a decirle una que otra frase pícara como quien quiere jugar un rato sin que el corazón intervenga. Mentirosa, sí.

Y ya al caer la noche, caminamos juntos al metro, sabiendo que cada quien tiene caminos distintos. Él va a tomar el tren número  20 hacia ella y yo voy a tomar el número 4 hacia nadie.

El momento de la despedida siempre es incierto, ¿verdad? Uno no sabe si besar en la boca… o irse con la frente en alto, destruido por dentro, pero digno. Al final, después de un breve debate conmigo misma, tomo su mano y la beso con la misma devoción con la que le hice el amor en su cuarto aquella tarde del 2008.  Cierro los ojos y el roce de mi boca con ese pedacito de su piel se me antoja sublime, divino.

En ese beso se concentran años de deseo y de cariño. Se concentra también un aire de lamento porque nuestra historia pudo haber sido mucho mejor.  Pero más que todo, se concentra una despedida, un entendimiento mutuo de que lo que fue… ya se terminó.

Pensándolo bien, con ese beso en su mano sí llegué a decirle “Te quiero” y, aunque tarde, por Dios que esta vez sí se dio cuenta…

Daños Colaterales

Cada cierto tiempo tengo la manía de dejar que un arrebato de adrenalina me lleve por los caminos del mundo y le dé una sacudida a mi vida. Es como romper un ciclo de monotonía y ponerle un poco de sal a mi entorno.
La última vez que me sucedió fue en septiembre de 2009 cuando comencé a planear un viaje a Nueva York. Las razones eran bastante razonables: mejorar el inglés, familiarizarme con el sistema norteamericano, subir de nivel en el trabajo y sobre todo, darse un baño de gran ciudad como sólo es posible en las calles de Manhattan.

Generalmente, cuando planifico un evento importante como ese, suelo ser metódica y previsiva. “Me voy unos seis meses a Nueva York, me va a ayudar mucho en mi carrera” – me digo a mí misma, convencida siempre de que la planificación se hace en base a eso: la carrera, el ascenso, el crecimiento.
Lo que nunca tuve la previsión de anotar es que la ciudad de Nueva York me iba a traer también otras sorpresas a nivel personal. En mi lista de “pendientes” nunca planifiqué que alguien iba a acercarse en el andén del metro para hablarme de amor. Tampoco estaba previsto que alguien me diera un beso a las orillas del Hudson y que se quedara incrustado en mi cabeza, aún a cuatro mil kilómetros de distancia.

No pensé que alguien más se iba a enamorar de mí y yo tendría que pasar el mal trago de rechazarlo. Alguien que todavía me escribe y me extraña…
No pensé en que iba a encontrar un grupo de amigas con las que podía contar para cualquier cosa, que saben ahora muchas de mis intimidades y que son bienvenidas en mi corazón para siempre.

No, realmente soy una cabeza hueca cuando digo a la ligera “Me voy 6 meses y vengo”, sin pensar en los daños colaterales que trae un desarraigo, por breve que sea.
Aprendizaje, sí. Inglés, también. Pero… ¿qué pasa cuando el corazón no estaba metido en la lista pero también vivió el viaje al máximo? ¿Qué pasa cuando las circunstancias te hacen volver pero se te quedan algunas venas sueltas en la tierra que te recibió?
¿Qué estaba pensando yo? Que iba a estudiar, a crecer, a trabajar durante seis meses… ¿sin vivir?

Un país llamado intimidad

Esta es una historia que nació por casualidad en un día de trabajo y se ha mantenido como niña caprichosa en el antojo de no morir, aunque para ello deba sacudirse la sensatez y asumir la locura peligrosa como fuente de alimento.

Antes de empezar, quiero oír a Silvio diciendo que ojalá pase algo que te borre de pronto, para no verte tanto, para no verte siempre en todos los segundos, en todas las visiones.
Parece entender bien mi situación, aunque nunca me haya conocido. Parece entender que necesito de un elemento externo que catalice el proceso de olvido porque yo, con mi débil voluntad, me tardaré años…

Un país tú, un país yo y un tercer país nuestro encuentro.

Durante meses me resistí con todas mis fuerzas a cometer un desatino de esa magnitud. ¿Tomar un avión y viajar doce horas para verte? Perdóname, una señorita con mi cerebro y mi status de ejecutiva internacional no se permite esos absurdos.

Un rayo de los dioses envió un trabajo importante que se metió en el medio de los dos y me salvó por un tiempo de lo que parecía un error. Ahora veo que el error más grande habría sido no ir a abrazarte aunque tuviera que llegar nadando a Australia.
Pero fíjate cómo es de alcahueta el destino que, en un pase de magia burocrática, quitó ese trabajo de mi vista y me dejó en el medio de la calle, desnuda de toda excusa para no ir a verte.
Y es que en verdad, con excusa o sin ella, yo sí quería ir a encontrarte. Yo sí quería entregarme a los absurdos y a los desatinos. Yo sí quería deslastrarme de mi cerebro internacional y pensar con la piel al menos por una vez.

“A la mierda todo” – dije por fin – valiente y decidida. Tomé mi pasaporte, mi boleto, unos cuantos dólares y viajé hasta la madrugada sólo para volver a olerte de cerca.

Miedo seguía habiendo, eso no lo puede negar ni Dios. Miedo a convivir con alguien durante una semana, cuando hacía varios años que no compartía mi cama por más de una noche. Miedo a que este viaje se convirtiera en un vulgar intercambio de fluidos y no en una historia de amor, como sigo soñando a pesar de tanto golpe.

Pero te juro, bello compañero, que en el momento en que por fin te abracé y sentí que eras de carne y hueso otra vez, que no de cables de Internet ni de imágenes de memoria idealizada; en ese preciso instante, el miedo se devolvió por donde vino.

Más que eso, hubo instantes de colección donde llegaste mucho más lejos de lo que esperaba.

Debo reconocer, por ejemplo, que me sorprendiste extendiendo tu mano hacia la mía en el teatro, ¿te acuerdas? Ese temor inicial de que este encuentro sería puramente carnal, desapareció completamente. Tu mano lo aplastó, lo deshizo en un solo toque.  Y sí,  yo me perdí un poco de la obra, sin lamentarlo siquiera, porque mi verdadero espectáculo estaba en nuestros dedos entrelazados. Vaya delicia…

Dame un respiro, voy a tomar un vaso de agua que la garganta se me seca de tanto recordarte. Mientras tanto, voy a hacer sonar a Frank pidiendo utopías. Se parece a mí cuando ruega, como algo vital, que lo salven de vez en cuando de su soledad.

Por supuesto, esta historia no estaría completa sin una oda a tus dones de amante.
¿Existe una escuela de placer en tu tierra? Esa sería la única explicación lógica a esa facilidad de encontrar puntos claves de orgasmos, a tu lengua divina que no se cansa hasta verme en el más primitivo de los arrebatos.
Yo sentí también el furor de recorrer todas tus esquinas, de besarte, de lamerte, de morderte sin prejuicios. De subirme a tu cintura sin control, como quien se lanza en paracaídas y se siente más vivo que nunca.
De tanta intensidad quedan algunas huellas que yo he bautizado como “mordiscos de sangre azul”, trazos de pasión que se han convertido en manchitas moradas, vecinas de un pubis más que satisfecho de tu visita. Un testimonio colorido de que embistes con fuerza, con masculinidad, con ardor. Lo dije aquella primera noche y lo repito hoy sin complejos: “¡Vaya intensidad, caballero!”

Pero más que sexo, en este viaje yo encontré la historia que estaba buscando y que lleva por título una sola palabra: intimidad. Cercanía aderezada con música, con películas tontas y profundas, con besos en la frente y un abrazo al dormir que se volvió costumbre en cuestión de horas. Intimidad fue sinónimo de un baño en pareja, de paseos por el parque, de relatos de amores pasados. Fue también la tranquilidad de tocarnos sin vergüenza, con la confianza de quien se sabe dueño del otro aunque sea por una temporada feliz.

Pero la realidad finalmente llegó. Cero sorpresas, ya sabíamos cómo iba a terminar este cuento.
Son las dos de la mañana de nuestra última noche y te pido acostarnos a dormir, pero tu respuesta me quita el sueño: “Tú vas a dormir mañana, yo voy a dormir mañana… pero ¿cuándo vamos a estar juntos otra vez?”.

Buena pregunta.

Salimos al frío de la madrugada, cada quien de regreso a su patria.
Y no digo nada para no echar a perder el momento. Tanto silencio me hace parecer tonta, aburrida. Pero créeme que quedarme callada es lo más inteligente que puedo hacer.
Hablarte a la cara cuando falta poco para que desparezcas sería como abrir la compuerta de una represa de emociones. Hablarte ahora, cuando todas mis fuerzas quisieran que a este estúpido avión se le dañaran los cuatro motores antes de salir, sería cubrirte de frases empalagosas.

Es más inteligente parecer silenciosamente tonta que lanzarme a preguntar cuándo se te volverá a ver, cuándo voy a poder acariciarte las manos con mi cremita de dormir o acercarme a tu cuello con olfateos de perro. También se me queda en el tintero otra pregunta: ¿Pensarás en mí cuando yo no esté?  No me atrevo a abrir la boca, no me queda más opción que imaginar que sí.

El llamado a abordar se tarda tanto que hace daño.
Mis pies quieren levantarse sin mirarte, entrar en el avión y no darle más largas a este adiós que ni siquiera será un adiós verdadero. Porque un adiós es un corte limpio, es decir “hasta aquí llegamos, vete”. Este no. Este será un hasta luego, un “hasta que se pueda otra vez” y si no se puede, será un adiós que fingirá que no le importa.

Finalmente, anuncian mi turno. Me das un beso tímido, como quien no quiere avergonzarse ante la mirada de extraños … y yo clavo mis labios en tu cuello como quien no se ha enterado de que hay alguien más en la sala.

Te vas. Volteas a verme más adelante, me lanzas un beso de nuevo… pero igual te vas.

Y en ese preciso instante en que te pierdes de vista, mis pestañas brillantes y mojaditas le gritan a todo el aeropuerto lo que yo no me atreví a decirte: que una parte de mí se había resistido estoicamente a enamorarse, mientras que la otra… ya se había enamorado hace rato.

Buenos Aires… desde el cielo

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Hoy escribo esto a manera de pellizco, a ver si es cierto lo que estoy viviendo…

Desde ese momento mágico en el que me enamoré de un argentino con sólo escuchar su acento irresistible, estoy soñando con ir a Buenos Aires. Y aquí voy, montada en un avión de Aerolíneas Argentinas a 10.000 metros de altura, escuchando un tango de Osvaldo Pugliese que ya huele a Plaza de Mayo, a Corrientes, a Puerto Madero y a todos esos rincones que la gente me ha mencionado con adoración y que yo hasta ahora sólo había podido anhelar.

No sé si estos pocos días alcanzarán para todo el plan de ruta que llevo en mi cabeza, haría falta quizás detenerse a vivir un año en Buenos Aires a ver si consigo revolverle las calles y pulsarle la vida como yo quisiera.

Mis amigos argentinos, los más bellos del mundo, pacientemente se han dedicado a organizarme el itinerario para darle un canal apropiado a mis deseos y evitar que me pierda entre los ardores de querer conocerlo todo en segundos.

Y al parecer, la última en viajar a Argentina soy yo… pues todo el mundo tiene un cuento de Buenos Aires: que si la carne es maravillosamente suave, que Recoleta es lo más chic de Latinoamérica, que no hay botas de cuero como las del sur y que los hombres porteños son los más apetecibles del continente pues combinan atractivo con dulzura e inteligencia. Algunas hasta me han pedido que les lleve uno…

Cada hora de vuelo se me antoja feliz mientras me acerque un poquito más al Gran País del Sur; sentada aquí en mi puesto 23C, entre historias románticas, voces melodiosas y un bandoneón de fondo, la sonrisa no me cabe en el rostro.

No he pisado Argentina y ya me encanta.

Rayuela … à Paris

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

Rayuela. Julio Cortazar

Lu à Paris le 9 avril 2008 à l’abri d’une couette à plumes de canard…

Lo mejor de Francia

Escargots

Desde la primera vez que vine aqui, me hacen una pregunta recurrente: Qué es lo mejor de Francia? Desde ese momento hasta el dia de hoy (que vuelvo por sexta vez), puedo confirmar sin dudas lo que digo siempre: la comida.

Una Blanquette de Veau (ternera con salsa de champinones y olivas), una deliciosa Quiche Lorraine, una Ratatouille, una fondue bien calentita, un bello plato de caracoles o la mas sencilla crêpe de la calle son apenas una muestra de la mejor cocina del mundo. Solo por la oportunidad de degustar estas bellezas culinarias, ya valio la pena cruzar el Atlantico.

Insisto: por donde se le mire, es todo un privilegio estar aqui…