Nuestro No-Amor

Couple holding hands and flowerSí, tal como Alicia tiene su no-cumpleaños, así tenemos tú y yo esta relación que recibe gustosa cualquier etiqueta, excepto la del amor.
Y mira que cualquiera podría equivocarse si nos ve en la calle comiendo helados. O en el cine, con las manos entrelazadas. Cualquiera diría que somos novios cuando nos besamos en el carro o nos enviamos un mensaje de buenas noches…
La verdad, mi querido no-novio, es que estamos tan desesperadamente solos que hemos hecho un pacto de jugar a querernos. Y en ese juego que no entrega mucho, nos conformamos con lo que nos hace sentir sólo un poco bien, mientras termina de llegar lo que nos llenará plenamente. Si es que llega…
Tú y yo nos sentamos a almorzar en un restaurante italiano para discutir de política y contarnos las últimas noticias, pero no hablamos de nuestras familias ni de lo que cada quien guarda en el pecho. Todo se queda en una capa superficial que es mejor no romper.
Si ese almuerzo empieza a sentir cosquillas, entonces quizás pasemos la noche juntos. Y será una noche intensa y hasta bonita, pero ya sabes que al día siguiente cada quien querrá su espacio y nuestro No-Amor volverá a encontrar su definición.
Ni tú ni yo sentimos el ardor de hacer la pregunta ingenua: “¿Me quieres?” porque a pesar de que tus besos y mis abrazos se sienten tan bien, hemos echado a volar un aire de desprendimiento tan denso que ninguno necesita pensar la respuesta.
Yo ya sé que nunca voy a llegar a amarte y sé también que tú tampoco quieres recorrer ese camino. Pero luego de más de tres años de vivir este No-Amor, me pregunto si es hora de terminar el pacto o – peor aún – de entender que no voy a obtener más de la vida que esta bizarra relación.
Y en ese caso, más vale que siga jugando a quererte para que no te vayas…

Mi propia película

Definitvamente soy yo la que se inventa conexiones especiales y brillos en los ojos…
Todo pasa en mi cabeza. Nunca en la vida real. Nunca en la cabeza del otro.
Siempre soy yo la que se produce toda una película romántica alrededor de una copa de vino y una pizza mal servida.
Soy yo la que piensa en él al llegar al aeropuerto. La que le escribe mensajes a miles de kilómetros  y  siente en la piel que está bien cerquita. Soy yo la única que se ilusionó pensando que él quería tocarme y darme un beso.
Sí, soy la tonta que cree que sentarse a hablar de su vida y de la mía, de familias, gustos, futuro, profundidades y descalabros…  significa algo. La que no ha entendido a Borges cuando dice que los “besos no son contratos ni los regalos promesas”.
Una vez más, mi yo terrenal apaga el proyector de esta película barata que me he inventado, pone los dos pies en el pavimento… y comprueba que nada de eso significó un carajo.

No insistas en lo que hace daño

Aunque te duela el corazón, aunque el alma se te caiga a los pies… tú en el fondo tienes la suficiente entereza para saber que esto te hace daño. Sabes que no hay forma de engañarte a ti misma. Sabes que aunque los besos llenen espacios importantes, no hay labios que justifiquen burlar tus propios estándares.

Reconócete en el espejo y deja de mentirte.  Deja de mirar sus ojos verdes y mira los tuyos propios: oscuros, brillantes y sabios. Incapaces de devolverte un reflejo que no sea profundo y sincero.
Mírate los pies y date cuenta de que te llevan a donde tú ordenes. Te han traído hasta aquí, hasta donde orgullosamente estás parada. No te caigas, no te dejes tambalear. No te entregues por un plato de lentejas que ni siquiera está bien preparado.

Mira tus fotos, mira tu historia. Esa donde has sido feliz sintiéndote segura de ti misma y donde has respetado tus valores.  Y no me digas que es un sermón aburrido. Confiesa que no te sientes bien contigo misma y que incluso esta pálida reprimenda tiene razón.
Se trata de ver el peligro y alejarse de él.   No insistas. Ya tuviste tu cuota de adrenalina y la disfrutaste, pero tanto químico está intoxicándote el corazón.

Abre los brazos, cierra los ojos y llénate de fuerza para poner tu cabeza otra vez en su sitio. Recuerda que relajarse es fácil, dormirse en la piel de otro es cómodo…    pero la verdadera personalidad está en decir basta y volver al cauce, ese donde rigen tus esquemas y se respiran aires de bien.
No insistas. Hace daño.

Nunca fueron buenas

Esta es la segunda parte de una historia que quizás debió quedarse sólo en una primera entrega. Ambos episodios tienen como escenario la ciudad luz, la que todo el mundo reconoce como la más romántica del planeta. Lo que nadie dice es que –  así como hay romance – hay finales que le dejan a uno el corazón vacío.

Dos años y medio que no lo veía. Dos años y medio desde que entré a su cuarto para sentirlo por todas partes.  Para oler su cuello y sentir su barba suavecita entre mis piernas.  Para bailar desnudos al ritmo de las luces de la ventana, esa que muestra la belleza del Sagrado Corazón y la Torre Eiffel en un mismo cuadro.

Tengo que confesar que fue muy difícil hablarle después de todo este tiempo; tratar de establecer una conversación coherente casi dolía en los huesos…  La única frase que podía conectarme el cerebro y las venas  era “Te quiero, ¿no te das cuenta?” pero ni eso me atreví a decir. Cobarde, sí.

Viajar 8 mil kilómetros y no decir lo que uno arde por decir puede costar la paz interna por  mucho tiempo.  Tanto, que estoy aquí, meses después, reviviendo esa cobardía irreversible en estas líneas.

En mi defensa, puedo decir que me quedé callada porque su discurso siempre estuvo enfocado en una tercera persona. Sí, esa nueva mujer que parece estar diseñada perfectamente para mostrarle la felicidad, esa nueva figura que le regala ganas de rendirse al amor otra vez.

Vaya, lo dice con tanta emoción que casi me siento bien por él. Si no lo quisiera tanto, quizás hasta le preguntaría  por qué COÑO DE LA MADRE me habla de ella y su perfección. Pero no, me callo y sonrío como quien ya superó toda la historia y ahora se alegra por el bienestar del prójimo.  Cobarde otra vez, sí.

También coquetea conmigo. Me toca, me mira. No mucho, sólo lo suficiente para no sentirse culpable. Evoca momentos de pasión entre los dos y me pregunta qué haríamos si estuviéramos en Caracas…   Yo ya no sé ni qué decir.  Siento una vez más que si abro la compuerta, se desbordará el río y sólo atino a decirle una que otra frase pícara como quien quiere jugar un rato sin que el corazón intervenga. Mentirosa, sí.

Y ya al caer la noche, caminamos juntos al metro, sabiendo que cada quien tiene caminos distintos. Él va a tomar el tren número  20 hacia ella y yo voy a tomar el número 4 hacia nadie.

El momento de la despedida siempre es incierto, ¿verdad? Uno no sabe si besar en la boca… o irse con la frente en alto, destruido por dentro, pero digno. Al final, después de un breve debate conmigo misma, tomo su mano y la beso con la misma devoción con la que le hice el amor en su cuarto aquella tarde del 2008.  Cierro los ojos y el roce de mi boca con ese pedacito de su piel se me antoja sublime, divino.

En ese beso se concentran años de deseo y de cariño. Se concentra también un aire de lamento porque nuestra historia pudo haber sido mucho mejor.  Pero más que todo, se concentra una despedida, un entendimiento mutuo de que lo que fue… ya se terminó.

Pensándolo bien, con ese beso en su mano sí llegué a decirle “Te quiero” y, aunque tarde, por Dios que esta vez sí se dio cuenta…

Control Freak

Aquí en este país donde estoy ahora tienen esa curiosa expresión que siempre me ha parecido interesante: Control Freak. Podría traducirse como “Alguien que no soporta no tener el control de todo” o quizás “Loco por el control”… o en mi caso, loca por controlarlo todo y si no lo controlo todo, más loca aún.

Esta expresión me viene a la cabeza porque hacía tiempo que no me sentía tan derrotada por no tener el absoluto control de mi vida. Del lado profesional, no hay problema, brillar es mi especialidad. Del lado personal, perder la perspectiva es mi norte (¿y dónde queda el norte?).

Sí, soy una control freak. Vaya que lo soy. No soporto la idea de no poder tener control absoluto de lo que me afecta directamente… y justamente en esa sección de la vida entra él. Él que me da un beso perfecto y luego desaparece. Él que me hace reír como no reía en los últimos seis meses y luego me deja esta cara de desconcierto. Él que me abraza y me hace ver las cosas absolutamente claras, para luego alejarse y darle un nuevo nivel a la palabra confusión.

Si fuese una cuestión de trabajo, de estudios, de realización… me quedaría a dar la batalla. Me quedaría a poner todas mis energías y lograr el objetivo, porque tengo absoluta confianza en el único soldado que no me va a fallar nunca: yo misma.

Pero quedarse en una batalla de romance, donde las cosas no dependen sólo de mí sino de alguien más, es demasiada incertidumbre. Es poner el cien por ciento de mis fuerzas y aún así, saber que sólo voy a lograr el cincuenta por ciento de lo requerido. La otra mitad depende de una segunda persona y yo no puedo sentarme a esperar que ponga todo el empeño que estoy poniendo yo. No tengo tiempo ni estómago para poner mi felicidad en sus manos.

Yo me retiro. Es lo único que puedo hacer, lo único que sé hacer en estos casos.
Gracias por todo.

Si yo fuera hombre y él mujer…

Una vez más siento que soy la protagonista de la película Amélie.

Esta tarde pasaron todas esas cosas que se ven en las películas románticas de domingo por la tarde: me eché el vaso de refresco encima, fingí revisar los mensajes del celular mientras lo veía de reojo y sí, creo que también salieron estrellitas de alguna parte mientras lo escuchaba hablar.

De alguna forma, empecé a describir al hombre con el que quisiera compartir una vida en pareja, aquél con quien podría formar un equipo enamorado luchando en conjunto. Y mira como son las palabras que uno no piensa, que al final dicen exactamente lo que se está pensando: empecé a describirlo a él. A él, que estaba enfrente, escuchando y asintiendo. Identificándose, seguramente, pero sin decir ni pío.

Si yo fuera hombre y él mujer, sin duda le habría traído un anillo de diamantes y torpemente se lo habría puesto en el dedo, para hacerle llorar de emoción y arrancarle un sí comprometido. Creo que es la única vez en la vida que esta idea me ha pasado por la cabeza, la única vez que he querido proponerle matrimonio a alguien. Sin haberle dado nunca un beso, sin haber compartido con él más que un par de horas de calidad. Sin conocer a su familia, sin saber si le huelen mal los pies, o si deja pelos en el jabón, o si es buen amante o un machista aburrido.

No me importa un carajo. Si yo fuera hombre, me habría arrodillado y le habría pedido, besándole la mano, que se casara conmigo.
Si yo fuera hombre y él mujer, al ver mi anillo pegaría un grito, me abrazaría y se casaría conmigo mañana. Pero siendo al revés, lo más probable es que me tomara por loca. Yo no sería una chica perdidamente enamorada, no, sería simplemente “otra mujer desesperada” que está agotando todos los recursos. Qué injusta es la vida.

Y como siempre, él tenía algo que hacer: una cena, una tía, una excusa para salir corriendo y no darme mucho tiempo de hablar, no fuera a ser que se me aflojaran de verdad las tuercas del cerebro y le dijera que es el único hombre con quien yo quisiera intentarlo.
Ya él lo sabe, pero no me deja decirlo. Le da miedo darse por enterado. Y a mí me da miedo darme por estúpida, así que nos quedamos callados los dos.

Finalmente, nos despedimos. Y sinceramente, siento alivio. Ya no tengo que arrodillarme ni entregar anillos ni decir ridiculeces en nombre del amor. Sólo hay un pequeño problema: mi conciencia me está cayendo a golpes al repetirme “¿Y por qué COÑOOOOOO no le dijiste nada, cobarde?”

Salgo a caminar por las calles, a ver tiendas, a respirar en paz, a ver si el nudo de tristeza que tengo en la garganta se me baja al estómago y en vez de llorar, me da por hacer pipí. Esa sería una forma original de llorar en privado y sacarme toda la tristeza en una sentada. Pero no, ya siento que se me desbordan los pesares por la nariz, que se me hace una lagunita en los ojos.

Cual damisela de telenovela, con el “te quiero” atravesado en los pulmones y llorando frente a una zapatería con el maquillaje chorreado, me doy cuenta de algo: no habría podido entregarle un anillo de compromiso, porque jamás había sido tan condenadamente MUJER en toda mi vida.

Cuando una mujer ama…

Marisela se queda desvelada con los ronquidos de su novio, pero sonríe porque siente la entrañable presencia masculina en su cama…

Hilda tiene 20 años más que Diego pero lo ama como si tuvieran 15 y 17…

Sara ha superado las barreras del idioma y la cultura para unirse por siempre a un extranjero. Ningún coterráneo pudo hacerla tan feliz…

Victoria, la ejecutiva, está tan enamorada de Álvaro que grita a viva voz sus ganas inmensas de “jugar a la esposa”. Nadie puede creer que ahora esté planchando camisas y horneando pasteles.

Elsa tiene 50 años viviendo con Marcos y todavía le dice «Vida mía”…

Julia quedó prendada de un beso que nunca fue y que sigue deseando. Es la historia de amor inexistente más intensa que yo haya visto…

María se sienta a arreglarle los pies a Claudio; un amor de cortaúñas, piedra pómez y ponchera de agua…

Katy tiene 6 meses chateando con Gabriel y siente que es el verdadero amor de su vida. Hacen el amor por el msn y se lanzan besos a través de la webcam. Katy ya no va al cine ni sale con sus amigas, sólo se siente viva frente al monitor…

Diana cierra la puerta de su casa de cuatro pisos y se va a vivir a un cuarto barato con Jorge. La gente le pregunta si está loca y su mamá la quiere matar. Pero Diana podría incluso vivir en un terreno polvoriento de La India sin nada más que la mano de él sobre la suya…

Esther descubre que su esposo ha tenido un hijo con otra mujer… y para sorpresa de todos, poquito a poco se va acercando al niño. Un día le da un beso, otro día le enseña a leer, y ya para Navidad, aprende a amarlo como a los suyos propios…

Andrea está enamorada de un homosexual encantador. Y aunque sabe que es un imposible, sigue guardando una llamita de esperanza de que quizás – sólo quizás – él podría cambiar de preferencia…

Betsabeth tiene diez años amando a un hombre casado; diez años recibiendo siempre un segundo plato que nunca le quita el hambre, pero que le resulta suficiente como para seguir esperando…

Mirla recibe un puñetazo en la cara de su querido Leo, tiene moretones en el ojo, pero se convence de que es algo pasajero, que nunca va a suceder otra vez. A pesar de los consejos de su madre, vuelve con él y le tiene un segundo hijo…

Siempre 24

Ayer te vi de nuevo.
Cada encuentro sólo sirve para confirmar que ya no tenemos nada en común. Me cuesta un mundo creerlo, pero con cada palabra me convenzo más de que dejé de conocerte hace mucho tiempo.
Ya no tengo ni la más remota idea de quién eres, ni de cuáles son tus nuevos gustos o tus proyectos. Ahora te veo como una versión desgastada de ti mismo, me parece que alguien te ha robado la pasión y la sonrisa.

Pero no me voy a concentrar en decir antipatías, sólo vine a confesarte algo que quizás te sorprenda: sueño contigo a cada rato. Pero en mis sueños tienes la misma edad que tenías cuando te conocí, tienes ese aire fresco en el cabello y esa luz en los ojos que desbordaba energía y contagiaba a todo el mundo.
En ese sueño que se repite, bailamos juntos, nos besamos y hablamos de todo un poco. Nos conocemos bien, nos sentimos cerca. Nos amamos…

Y por eso, cada vez que te encuentro, el corazón se me arruga de ver todo lo que perdimos. No sé por qué nunca nos dimos cuenta de cuán especiales éramos juntos.
Me doy cuenta AHORA, que me cuesta tanto encontrar una segunda mitad y que probablemente no la encuentre nunca.
Por eso mi cabeza ha fabricado una forma de seguir viviendo ese episodio maravilloso donde tú tenías 24 años y yo creía ciegamente que pasaríamos 100 años más juntos. Y aunque envejezcas, aunque el cuerpo no te responda como quisieras, en mis sueños siempre serás ese muchacho adorable que me cantaba canciones en el parque.
Allí te quedaste, allí te guardé.

Un país llamado intimidad

Esta es una historia que nació por casualidad en un día de trabajo y se ha mantenido como niña caprichosa en el antojo de no morir, aunque para ello deba sacudirse la sensatez y asumir la locura peligrosa como fuente de alimento.

Antes de empezar, quiero oír a Silvio diciendo que ojalá pase algo que te borre de pronto, para no verte tanto, para no verte siempre en todos los segundos, en todas las visiones.
Parece entender bien mi situación, aunque nunca me haya conocido. Parece entender que necesito de un elemento externo que catalice el proceso de olvido porque yo, con mi débil voluntad, me tardaré años…

Un país tú, un país yo y un tercer país nuestro encuentro.

Durante meses me resistí con todas mis fuerzas a cometer un desatino de esa magnitud. ¿Tomar un avión y viajar doce horas para verte? Perdóname, una señorita con mi cerebro y mi status de ejecutiva internacional no se permite esos absurdos.

Un rayo de los dioses envió un trabajo importante que se metió en el medio de los dos y me salvó por un tiempo de lo que parecía un error. Ahora veo que el error más grande habría sido no ir a abrazarte aunque tuviera que llegar nadando a Australia.
Pero fíjate cómo es de alcahueta el destino que, en un pase de magia burocrática, quitó ese trabajo de mi vista y me dejó en el medio de la calle, desnuda de toda excusa para no ir a verte.
Y es que en verdad, con excusa o sin ella, yo sí quería ir a encontrarte. Yo sí quería entregarme a los absurdos y a los desatinos. Yo sí quería deslastrarme de mi cerebro internacional y pensar con la piel al menos por una vez.

“A la mierda todo” – dije por fin – valiente y decidida. Tomé mi pasaporte, mi boleto, unos cuantos dólares y viajé hasta la madrugada sólo para volver a olerte de cerca.

Miedo seguía habiendo, eso no lo puede negar ni Dios. Miedo a convivir con alguien durante una semana, cuando hacía varios años que no compartía mi cama por más de una noche. Miedo a que este viaje se convirtiera en un vulgar intercambio de fluidos y no en una historia de amor, como sigo soñando a pesar de tanto golpe.

Pero te juro, bello compañero, que en el momento en que por fin te abracé y sentí que eras de carne y hueso otra vez, que no de cables de Internet ni de imágenes de memoria idealizada; en ese preciso instante, el miedo se devolvió por donde vino.

Más que eso, hubo instantes de colección donde llegaste mucho más lejos de lo que esperaba.

Debo reconocer, por ejemplo, que me sorprendiste extendiendo tu mano hacia la mía en el teatro, ¿te acuerdas? Ese temor inicial de que este encuentro sería puramente carnal, desapareció completamente. Tu mano lo aplastó, lo deshizo en un solo toque.  Y sí,  yo me perdí un poco de la obra, sin lamentarlo siquiera, porque mi verdadero espectáculo estaba en nuestros dedos entrelazados. Vaya delicia…

Dame un respiro, voy a tomar un vaso de agua que la garganta se me seca de tanto recordarte. Mientras tanto, voy a hacer sonar a Frank pidiendo utopías. Se parece a mí cuando ruega, como algo vital, que lo salven de vez en cuando de su soledad.

Por supuesto, esta historia no estaría completa sin una oda a tus dones de amante.
¿Existe una escuela de placer en tu tierra? Esa sería la única explicación lógica a esa facilidad de encontrar puntos claves de orgasmos, a tu lengua divina que no se cansa hasta verme en el más primitivo de los arrebatos.
Yo sentí también el furor de recorrer todas tus esquinas, de besarte, de lamerte, de morderte sin prejuicios. De subirme a tu cintura sin control, como quien se lanza en paracaídas y se siente más vivo que nunca.
De tanta intensidad quedan algunas huellas que yo he bautizado como “mordiscos de sangre azul”, trazos de pasión que se han convertido en manchitas moradas, vecinas de un pubis más que satisfecho de tu visita. Un testimonio colorido de que embistes con fuerza, con masculinidad, con ardor. Lo dije aquella primera noche y lo repito hoy sin complejos: “¡Vaya intensidad, caballero!”

Pero más que sexo, en este viaje yo encontré la historia que estaba buscando y que lleva por título una sola palabra: intimidad. Cercanía aderezada con música, con películas tontas y profundas, con besos en la frente y un abrazo al dormir que se volvió costumbre en cuestión de horas. Intimidad fue sinónimo de un baño en pareja, de paseos por el parque, de relatos de amores pasados. Fue también la tranquilidad de tocarnos sin vergüenza, con la confianza de quien se sabe dueño del otro aunque sea por una temporada feliz.

Pero la realidad finalmente llegó. Cero sorpresas, ya sabíamos cómo iba a terminar este cuento.
Son las dos de la mañana de nuestra última noche y te pido acostarnos a dormir, pero tu respuesta me quita el sueño: “Tú vas a dormir mañana, yo voy a dormir mañana… pero ¿cuándo vamos a estar juntos otra vez?”.

Buena pregunta.

Salimos al frío de la madrugada, cada quien de regreso a su patria.
Y no digo nada para no echar a perder el momento. Tanto silencio me hace parecer tonta, aburrida. Pero créeme que quedarme callada es lo más inteligente que puedo hacer.
Hablarte a la cara cuando falta poco para que desparezcas sería como abrir la compuerta de una represa de emociones. Hablarte ahora, cuando todas mis fuerzas quisieran que a este estúpido avión se le dañaran los cuatro motores antes de salir, sería cubrirte de frases empalagosas.

Es más inteligente parecer silenciosamente tonta que lanzarme a preguntar cuándo se te volverá a ver, cuándo voy a poder acariciarte las manos con mi cremita de dormir o acercarme a tu cuello con olfateos de perro. También se me queda en el tintero otra pregunta: ¿Pensarás en mí cuando yo no esté?  No me atrevo a abrir la boca, no me queda más opción que imaginar que sí.

El llamado a abordar se tarda tanto que hace daño.
Mis pies quieren levantarse sin mirarte, entrar en el avión y no darle más largas a este adiós que ni siquiera será un adiós verdadero. Porque un adiós es un corte limpio, es decir “hasta aquí llegamos, vete”. Este no. Este será un hasta luego, un “hasta que se pueda otra vez” y si no se puede, será un adiós que fingirá que no le importa.

Finalmente, anuncian mi turno. Me das un beso tímido, como quien no quiere avergonzarse ante la mirada de extraños … y yo clavo mis labios en tu cuello como quien no se ha enterado de que hay alguien más en la sala.

Te vas. Volteas a verme más adelante, me lanzas un beso de nuevo… pero igual te vas.

Y en ese preciso instante en que te pierdes de vista, mis pestañas brillantes y mojaditas le gritan a todo el aeropuerto lo que yo no me atreví a decirte: que una parte de mí se había resistido estoicamente a enamorarse, mientras que la otra… ya se había enamorado hace rato.

Querido extranjero

Hombre playa

Te abrazo fuerte, demasiado fuerte, como quien no quiere dejarte ir, diciéndote a gritos que sentirte mío es una sensación sublime, aunque luego nos separemos para siempre…

Hoy escucho la música de tu país y recuerdo ese acento que a veces no entendía, pero que me resultaba divertido.
No bailas, pero te gusta verme bailar. Y a mí me gustan tus ojos, tus besos, tu sonrisa, tu fuerza. Me gusta tu vino tinto, tu manera tan artística de ver el mundo y tu frase directa, sin dudas: “Estoy loco por darte un beso”

¿Quién hubiera podido negarse?

Yo me alegro de haberte conocido tan encantador: Te burlas de mis ronquidos, mezclas chocolate con placeres de toda clase y clavas tus ojos en los míos sin pestañear, sin voltear, sin parar. De todos tus encantos, querido extranjero, me quedo con tu mirada para siempre.

Me hablas de tu bandera, de tu vieja capital… y yo sigo admirándote, como quien disfruta de tus imágenes verbales en un álbum infinito. Me llevo tus manos fuertes, tus mordiscos que casi me hacen sangrar, tu ímpetu, tu entrega.
Me llevo el recuerdo de tu intensidad… ¡vaya intensidad, caballero!!!

Aprendo de ti, te pregunto, te escucho… y te deseo. No hay mucho tiempo para saber quién eres, pero tenerte cerca ya es conocerte.
Sólo hay la ocasión de besarte por todas partes y olerte profundamente, para despedirme en la mañana llevándome tu aroma en las manos, ese que me regala tu presencia hasta llegar de nuevo a mi cama venezolana.

Ya estamos lejos, pero sigo mirando tu foto y, a fuerza de imaginación desbordada,  aún te toco, aún te respiro y – sin poder evitarlo-  aún te deseo…